Se fue la Copa. Se fue para Santos. Y se acabó el sueño. Sin pesadilla, eso sí; porque, incluso, después de ir perdiendo 2-0, pero más lejos en la cancha de que lo que indicaba ese resultado, Peñarol consiguió descontar, a corazón, echando el resto, y arrimarse un poquitito, muy poquitito, a la posibilidad de plasmar una hazaña, aunque sin dejar la sensación que podía lograrla.
No hubo proeza. Miles de hinchas santistas llegaron a Pacaembú vistiendo camisetas que aludían a su consagración como tricampeones de América, y es como si hubieran adivinado.
Con Aguiar casi arrastrándose por su pubalgia; con Olivera dando ventajas físicas insalvables y con la salida por lesión de Alejandro González, que se las había ingeniado para minimizar la importancia de Neymar como en el Centenario, Peñarol estuvo lejos de hacer una proeza, pese a haber dejado todo en la cancha tratando de lograrla.
El cuadro de Pelé era tricampeón de América. Como estaba estampado en las miles de camisetas y banderas con que los hinchas santistas llegaron a Pacaembú, dando por descontado el desenlace. Fue por euforia. La típica euforia brasileña de sentirse ganadores de antemano; pero es como si lo hubieran adivinado. Y se les dio.
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